Cuando llegaba al aula se hacía un silencio de ultratumba, sólo roto por el suspiro letal que invariablemente soltaba antes de empezar la perorata. El Zapo, que era así como conocíamos a aquel profesor de Literatura, imponía sobre todo por su presencia física. No muy alto pero con cuello de toro, calva absoluta y reluciente, papada episcopal y una mirada de basilisco, basaba su pedagogía en dos principios tan elementales como el miedo y la monotonía.
Pedagogos. José María Romera.
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