LLDM EN ACCIÓN

Os presentamos en esta página un texto de nuestro custodio NICTEMERO, que con gran maestría ha logrado aglutinar coherentemente un montón de palabras recientes de La Llave del Mundo (en rojo) en un texto francamente fresco y divertido. No tiene desperdicio, disfrutadlo (ahora, por capítulos y ampliado ;))
 
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CAPITULO I El banquete

El ñango desparramado por el suelo había atafagado a todos los presentes en la cena de despedida. Era un olor insoportable.

Aunque lo cierto es que la mayoría de asistentes eran pelafustanes con aspecto astroso  incapaces de enarmonar ningún tipo de queja al ínclito anfitrión organizador de la cena, que con cariño a sus invitados había preparado y servido un ciquitroque aderezado con paprika que lo hacía gustosísimo , añadiendo alcauciles de Aragón, el dueño de la casa empezaba a sentir el pródromo que anunciaba una próxima enfermedad.

En el ambiente flotaba una especie de ectoplasma que aunque la vitróla seguía desgranando canciones para amenizar, producía una extraña sensación en los presentes, y no hacía la situación precisamente desopilante.

Para aliviar la tensa situación ordenó al ñengo criado que utilizase rápidamente la aljofifa para limpiar rápidamente el suelo, no solo para evitar los malos olores sino, también para evitar la sanción que sin duda le aplicaría el veedor cuando inspeccionase el recinto.
Este último personaje tenía fama de garrulo aficionado a gulusmear por la cocina y seguro que rápidamente se daría cuenta del tema.

El criado cubierto con una especie de greba para protegerse de la suciedad, dejó de candonguear y comenzó a la limpieza.

La anfractuosidad del suelo, a pesar de la profesionalidad del limpiador gracias a la didascalia de su empleador, dificultaba la netedad. El ñengo servidor coñaceaba con ímpetu el pavimento pero la suciedad se abroquelaba en defensa de su natural misión, enmendar entre los pliegues del pavimento

El gatuperio estaba servido, no había solución alguna, Ni la xenoglosia del chozno sería capaz de evitar la ira y la multa del veedor. Los comensales empezaron a desfilar con lentitud abandonado el recinto del ágape, mientras el ínclito y el ñengo lloraban su desgracia vertiendo gruesas lágrimas que ensuciaban todavía más, si fuese posible, el anfractuoso suelo.

La única solución para atenuar la tensa situación fue llamar a la perendeca de turno para que con las hojas de la matalahúga traída de Oriente intentase atafagar al zurambático criado antes de que preso de ira soltase el arraclán entre los presentes. Con esta actitud el dueño de la casa pretendía acrisolar dentro de lo posible la dramática situación, circunstancia que no había conseguido con el generoso rioja servido con el tragavino.


CAPITULO II Maniobra de distracción

La perendeca además de vender sus encantos, propio de su oficio, una vez desprendida de sus ponlevíes, se llevó a los presentes a lanzar el papalote en la playa próxima al puerto en que estaban todos los suntuosos barcos de los invitados amarrados en sus correspondientes norays. Los invitados se debelaron a sus encantos y mientras tanto, el zurambático criado miraba como el papalote dibujaba en el aire las cabriolas más inimaginables. Observar la cara del pasmado era una gozada indescriptible. El espectáculo hizo olvidar a los presentes casi todo, es decir: el ñango desparramado, al ñengo criado, el coñaceo de este último, el gatuperio servido, al chozno xenogleando. Ya solo tenían ojos para la descalza perendeca, su papalote, término que no debe confundirse con ninguna otra parte de su hermoso cuerpo o sus otras virtudes que para no atafagar al personal no revelaré.

Mientras todo eso sucedía en la playa, en la habitación del ágape, el ínclito que como recordareis no era otro que el anfitrión de la casa pesar de los esfuerzos del hasta entonces llamado ínclito, intentaba con todas sus fuerzas arrojar de la estancia al goliardo de su cuñado que pretendía coñacear y descuajaringar los escasos enseres de la estancia habilitada como merendero y acabar con las pocas viandas que quedaban. 

No se lo iba a permitir pues tanto los muebles como las viandas le eran necesarios para la próxima comida. Sobre todo la vitrola que junto con la matalahúga atafagaba a los comensales provocando el éxtasis en ellos. Si tenía que enviudar a su hermana lo haría. Estaba harto de garrulos con los que cualquier didascalia era inútil y con los que no cabía oscitancia alguna.

En última instancia avisaría a los soldados encargados de su protección y previa paga de un prest generoso les pediría extremasen la vigilancia de los aposentos, no fuera el caso de que aparecieran más goliardos en apoyo del anterior.

Ahora al cabo del tiempo se daba cuenta que la sensación de un ectoplasma vagando por la sala, que habían tenido durante la comida, era real y se correspondía con el mortinato de su hermana y su marido, el goliardo, probablemente con su presencia había querido avisar de los acontecimientos futuros.


CAPITULO III. A lo lejos.

Mientras todo esto que os narro, totalmente veraz creerme, estaba sucediendo, a mucha distancia se producían otros hechos que debéis conocer y que por eso os voy a contar.
En una gran estancia, con muchos muebles pero con poco público, se oían los sones de un cálamo interpretando dulces canciones medievales propias de otra época. Parecía como si la máquina del túnel del tiempo hubiera transportado todo a momentos muy anteriores al los que sucedían los hechos que voy a contar.

Bajo los influjos de la música escucharon la melodiosa voz del narrador que contaba:

Erase una vez un sitibundo cazador que atravesando la selva amazónica se recostó bajo la sombra que proporcionaban unas ayahuascas de las que ignoraba sus propiedades alucinógenas. Para calmar su sed producida por un exceso de pizpierno, probó unas cuantas hierbas y rápidamente entró en un mundo de sensaciones del que cualquier ditirambo se hubiera quedado pequeño al describirlas. No se trataba de un cuestión “noli me tangere”. Estaba sujeta a discusión por la comunidad médica de la civilización de la que provenía el cazador si los alucinógenos, con moderación, eran beneficiosos para la salud o por el contrario, seriamente perjudiciales.

El narrador no era un estulto, sino todo lo contrario. A base de esfuerzo había conseguido pasar de crápula a convertirse en un alfaquí, docto en leyes musulmanas y en consecuencia legitimado para ser creído en la historia sobre el cazador que contaba apoyado en el ajimez y bajo el viento de poniente que se conocía como céfiro.

La barbacana que habían construido no era suficientemente eficaz para evitar el céfiro
Un weimarés venido de la Alta Sajonia que le escuchaba atentamente y que con el tiempo vendría en convertirse en el oíslo del narrador, se tocó el píspelo que le había crecido y que le molestaba casi tanto como a la figulina que se apoyaba en la repisa de la ventana.

CAPITULO X. Nuevos sucesos que cambiarán la historia


Al amanecer del día siguiente, festivo y falto de obligaciones de trabajo, Aljami se propuso dedicar unas horas al culto, después de practicarse un higiénico pediluvio por razones médicas. Preguntó donde se encontraba el ágora más próxima y hacia allí se dirigió con paso decidido. Estaba deseoso de escuchar a los hierofantes del lugar que tenían gran fama de eruditos en cuestiones recónditas.

Escuchando a uno de ellos, conocido por Jenofonte poco a poco, embelesado por la explicación,  fue viajando mentalmente a un lugar desconocido para él, empero que lo que veía le resultaba familiar. Divisaba un extenso campo donde un campesino estaba procediendo a binar las tierras. Le veía inexplicablemente vestido con una aljuba de la que luego se enteró pertenecía a una morisca de la familia que recién había llegado a su país procedente del norte de África. No encontraba una lógica a esta estrafalaria vestimenta.

Al acabar la faena en el campo y sin despojarse de su estrafalario vestido se dirigió a un cobertizo construido con restos de paja y cubierto de planchas de hojalata para engullir un sabroso somarro que la víspera le había cocinado su esposa. Solo tenía que chamuscarlo un poco en la parrilla. El somarro venía precedido de un caldibache que le supo a gloria al campesino. Aljami en su viaje imaginario recordó la larga cáfila que formaba su caravana cuando llegó a Damasco. La recordó porque allí ni un calducho como el que se tomaba el campesino estaba a su disposición y pasó un hambre que no podía olvidar.

El aspecto del habitáculo donde se veía al campesino cocinando estaba tan deteriorado que hacía presuponer una plaga de animáculos incrustados en cada uno de sus rincones y especialmente el las almohadas que se encontraban esparcidas. Esto ciertamente daba un poco de repugnancia sobre lo que se cocinaba, pero el campesino no parecía darse cuenta de nada y se le notaba ansioso por degustarlo.

Mientras que el azacán recogía el agua necesaria para binar la tierra después de aplicar el tempero suficiente para poder recoger al año próximo una buena cosecha. Iba vestido con un oblongo excesivamente largo que le daba un aspecto de calandraco o mejor dicho zarandaja. La cellisca de agua y nieve caída el día anterior había despertado a todos los ruedapelota y vinchucas del campo devastando el cultivo con la aparición de numerosos matagallegos que con la resolana del siguiente día alcanzaron dimensiones enormes. El azacán había procurado asubiase de la lluvia, cubriéndose con una especie de solideo al estilo de los cardenales del lugar pero de vulgar tela en vez de seda como era al uso eclesiástico. Es cierto que su cabello crespo le impedía pergeñar la puesta del citado casquete pero para decirlo de una forma perspicua perseverar en el intento era preferible al báratro a tener que guarecerse de la cellisca en una almáciga del amo llena de morondangas mezclada con el butiro hecho con la leche de hace ya varios días con riesgo de contraer una epizootia tan dañina para la salud como la peste bubónica según rezaba en las salmodias contenidas en la crestomatía recibida de sus ancestros.
 
Al ver llegar al amo luciendo en su oreja un perendengue similar a los reóforos que se empleaban en la masía para calentar el agua se quedó como un estafermo que durante un acto organizado por un Katipunan observa los antro- paicos celebrados para alejar los males producidos por los trozos de pecblenda desprendidos de los yacimientos cercanos.
 
Pensó en salir corriendo pero a pesar de la resiliencia de que era famoso en el lugar, el dolor del carcaño le impedía alejarse con la rapidez que hubiera sido necesaria. Para más inri llevaba unos cuantos días sufriendo graves trastornos por el epidídimo de esa zona tan especial para el cuerpo humano. Prefirió como le había enseñado su maestro gran conocedor del tema aprendido con el estudio de la ecdótica, sufrir la contumelia del amo y comerse un sabroso comistrajo que había traído en una escusabaraja preparada al efecto.
Al hacerlo se añusgó con un trozo de dubnio que le recordó sus aventuras marinas en las que, más de una vez, el cardumen de pescado en el interior del mar le había provocado la misma sensación. Como pajuerano que era lo que quiere decir practico en  decisiones y para impedir acudir a un nosocomio donde le extrajeran el trozo de mineral tragado involuntariamente con el comistrajo, procuró apretar todo lo posible su cuerpo sobre sus antífonas hasta conseguir expulsarlo sin intervención quirúrgica.
Al hacerlo, sintió sobre su rostro una sensación de frescor similar a la que el lebeche mediterráneo le proporcionaba en las ya mencionadas aventuras marítimas.
Con la longanimidad que le caracterizaba se repuso rápidamente del incidente  y yéndose a descansar a la sombra de un guarango corría mentalmente una falleba a la puerta de sus pensamientos y con el dulce recuerdo del juego infantil de la payaya que solía practicar en su niñez se puso a soñar, como si de un pitiyanqui cualquiera de tratara con las enseñanzas que le impartían sus maestros con un exquisito manejo de la prosodia.
Soño con su conversión de hombre lépero en la versión de la América central de este término, a un hombre ilustrado dominador de retruécanos que a base de practicar la eutrapelia y aprendiendo una galerada de cultos términos había conseguido olvidar todos los gazapatones que antes de su conversión frecuentaba utilizar al comunicarse con sus compañeros de juego.

Tenía que confesar que en su mocedad tenía fama de nocherniego. Salía cada noche con sus amigos y eran tantas las travesuras que realizaban al amparo de la obscuridad que casi se les podía confundir con vestiglos que salían para asustar a los pocos viandantes que circulaban por las calles. Nada le arredraba. Bajo el ñublo de la noche y con las medias al virulé, sacadas de la aljaba que guardaba en su habitación y a la que previamente había despojado de las flechas, se dirigía con acucia a visitar a la barragana de turno, que como cada noche le esperaba después de haber cumplido con su protector.

Llegado a la casa y después de los plácemes de cortesía, depositaba el importe del servicio en la alcancía que su anfitriona tenía preparada colgando de una pasteca enclavada en el techo de la estancia. El abibollo próximo a la casa atraía muchos alquimís que suponían una importante molestia para el uso al que las habitaciones estaban destinadas. La barragana se hacía servir de un rabdomante que mediante sus artes de radioestesia alejaba  a los incómodos mamíferos. Lo cierto es que toda esta parafernalia le producía a nuestro protagonista un cierto jindama dada su continuada vida de cenobita a excepción de estas escapadas nocturnas como la que ahora contamos. La jindama le privaba del estro necesario para embaucar a la barragana y disfrutar de sus favores con más deleite

 
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Aprovechamos la ocasión para animar a todos nuestros lectores y custodios a que nos envíen sus propios ejemplos de textos empleando las palabras que publicamos todos los días en La Llave del Mundo. Publicaremos los mejores en este espacio. ¡Hasta la próxima palabra!